La noche del 26 de julio en Teziutlán, Puebla, Geraldine “N” fue atacada por el simple hecho de existir como ella es: mujer trans.
Lo que debía ser una cita se convirtió en pesadilla. El agresor la golpeó y, al descubrir su identidad, decidió castigarla… lanzándola a un barranco de más de 50 metros.
Sí, sobrevivió. Su cuerpo resistió. Pero ¿cuántas más no lo logran? ¿Cuántas siguen cayendo sin que el país las nombre?
Geraldine está estable, pero vive con las cicatrices de un odio que no descansa.
“Esto no es un caso aislado”, dijo la diputada trans Cinthya Chumacero. Es un patrón. Es México.
Puebla suma dos ataques contra personas LGBT+ en menos de un mes. El país aún no reconoce los transfeminicidios como delito autónomo.
Y la impunidad sigue siendo más estable que la justicia.
Ella no cayó sola. Cayeron con ella nuestras promesas, nuestras leyes, nuestras marchas, nuestras velas encendidas.
Cayó el silencio de un Estado que aún se niega a mirar a los ojos de las víctimas.
Hoy Geraldine vive. Y eso basta para gritar.
Porque resistir no debería doler tanto.
